Mido 1’70 cm y peso 48 Kgr. La gente dice que estoy muy delgada; pero yo me sigo viendo gorda.
Cuando era pequeña, las niñas del colegio me llamaban “bolita” y se burlaban de mí. Sufría mucho, porque mis compañeras nunca querían jugar con una niña tan gorda y fea como yo, y siempre me daban de lado en el recreo. Me sentía muy sola. Uno de los peores recuerdos de mi infancia fue cuando pillé desprevenida a mi mejor amiga diciéndole al chico que me gustaba que “pasaba de invitarme a su fiesta de cumpleaños, porque seguro que me zampaba toda la tarta y les aguaría la fiesta”. Fue una sensación horrible; me sentía culpable por estar gorda y perjudicar a los demás con ello. Yo quería que me quisieran, que me aceptaran. Y me juré desde aquel día que jamás se volverían a reír de mí.
Comencé a comer menos, escondiendo debajo de la mesa parte de la comida que me preparaba mamá, y tirando a la basura el bocadillo durante los recreos. Poco a poco iba perdiendo peso, y mi familia comenzó a notarlo. Aquel verano los chicos, por primera vez en mi vida, comenzaron a fijarse en mí; claro, era más atractiva porque estaba más delgada.
Hice nuevos amigos en el instituto. Por aquella época, ya había perdido casi 15 Kgr. Comencé a fumar porque mis amigos también lo hacían; al principio me desagradaba el humo del tabaco, pero me acostumbré pronto y afortunadamente no engorda y además me ayudaba a aguantar el hambre por muchas horas. Y también comenzaron los problemas y discusiones diarias con mi madre; se enfadaba, según ella, de verme tan delgada, por comer tan poco y del olor a tabaco de mi habitación. No escuchaba nunca lo que me decía, pensaba que estaba loca, y ella siempre terminaba la discusión recriminándome que acabaría enferma si continuaba por ese camino, que era tan terca como mi padre, el cual nos abandonó cuando yo era niña por otra mujer más joven…y más delgada.
Pero yo no era consciente del sufrimiento de mi madre. Vivía en mi mundo, quería ser la mejor en clase, que me aceptaran, ser feliz y estar guapa, y la única manera de conseguirlo era no comiendo, para seguir perdiendo peso y conseguir parecerme a la famosa top-model que ocupaba las carpetas de todas mis compañeras de colegio. Hasta me teñí el cabello con el mismo color y me vestía de similar forma. Me resultaba divertido que los demás me dijeran que le recordaba a ella.
Poco a poco me interesé por las calorías que contienen los alimentos, aprendiéndome toda la tabla de memoria, no permitiendo en mi dieta aquellos que aumentaran mi peso ni un solo gramo…y comencé a hacer ejercicio. Además, con mis ahorros me compré una báscula que escondía en un lugar secreto de mi habitación, pesándome diariamente nada más levantarme y antes de acostarme. Necesitaba tomar el control de mi vida…y de mi peso. Si aumentaba algún gramo, me obligaba a realizar 50 flexiones, abdominales, hasta comprobar con mi báscula que había conseguido eliminar el maldito gramo de mi cuerpo. No me gustaba mirarme al espejo, porque pese al sacrificio me seguía viendo gorda, pero disfrutaba al tocarme las costillas tan marcadas.
El último año del instituto, tuve a mi primer novio. Llevaba perdidos 35 Kgr. Estaba muy enamorada de él y mi miedo a engordar aumentó…porque no quería perder a mi novio. De este modo, aumenté los periodos de tiempo sin comer y mi dieta pasó a ser exclusivamente vegetariana: pepinos y zanahorias. Al principio nuestra relación marchaba bien, aunque le encantaba invitarme a cenar a un restaurante italiano que había cerca de su casa; en aquellas situaciones me ponía muy tensa y sufría en extremo, porque tenía que disimular…y tenía que comer. Conseguí persuadirlo un par de ocasiones para no cenar achacándole un terrible dolor de cabeza, aunque lo acompañaba bebiendo agua mineral y sin gas, por supuesto. Pero otras veces no encontraba excusa posible…y tenía que comer. Durante la cena era incapaz de mediar palabra con mi novio, toda mi atención se centraba en el maldito plato que el camarero colocaba delante mía. Sólo Dios sabe la repugnancia que sentía, con cada bocado que daba, hacia esa miserable comida…y hacia mí misma por comer. La sensación de estómago lleno era tan horrorosa, tan desagradable que me asfixiaba inmersa en la culpabilidad que experimentaba por haber comido…no quería regresar al infierno de ganar peso, volver a estar gorda…y estar sola. Me dirigí inmediatamente al baño del restaurante y vomité toda la cena. De veras que sentí un gran alivio.
Como trataba de evitar por todos los medios cenar con mi novio, cada vez me apetecía menos salir y las discusiones referente a mi peso eran el único tema de “conversación” entre nosotros, al cabo de un tiempo rompimos, aunque no me dolió demasiado; ello significaba que había una persona menos en mi vida observando y controlando lo que yo comía. Al mes siguiente no me vino la regla y temí haberme quedado embarazada de mi ex –novio, pero no le dije nada a mi madre. Por suerte fue una falsa alarma, aunque los últimos meses del curso ya no reglaba…yo lo achacaba al estrés de querer sacar las mejores notas de toda la clase, influenciada por la presión de los profesores para que pudiéramos hacer
Poco antes de que terminara el curso, sufrí un desmayo en clase debido a mi extrema debilidad. Cuando abrí los ojos me encontraba en la cama de un hospital y junto a ella, mi madre que me acariciaba las manos y me repetía constantemente que me iba a poner bien. Un médico se acercó a nosotras, me dijo que tenía anorexia nerviosa y que podría regresar a casa en unos días a condición de seguir rigurosamente una dieta que me habían impuesto sin mi consentimiento. Aquella dieta era horrible, de ¡más de 1.500 calorías!, pero no tenía fuerzas para oponerme y me rendí. Tampoco tenía la capacidad de retención necesaria sobre la información que de la anorexia me daba aquella psicóloga y de los consejos a seguir. Yo sólo quería marcharme pronto a casa, no ver a nadie y pesarme en mi báscula. Fue lo primero que hice cuando me dieron el alta. No daba crédito a lo que veían mis ojos, ¡había recuperado bastante peso en un tiempo récord y mi esfuerzo de tantos años perdido!. Definitivamente, había perdido el control sobre mi peso…y sobre mi vida. Retrocedí muchos kilómetros de mi camino. Me sentía tan mal y tan desgraciada que traté de suicidarme cortándome las venas, pero afortunadamente mi madre estaba allí, y me salvó la vida.
No me quedó más remedio que volver a ingresar en el hospital, en contra de mi voluntad. Aquella época fue horrible…porque aunque yo lo quisiera ya no podía tragar; mi estómago rechazaba el alimento que recibía y deseaba morirme para escapar de tal sufrimiento. Prefería estar muerta a estar gorda. Me vigilaban constantemente de día y de noche. No merecía la pena enfrentarme a ellos, porque tampoco tenía fuerzas para hacerlo.
Recuperé un peso aceptable “según los médicos” y dejaron que me marchara a casa. Esta vez no me reconocía frente al espejo de mi habitación: parecía un monstruo. Soy consciente de que tengo un problema; estoy enferma de anorexia y pese a saberme enferma, volví con mis “hábitos” alimentarios a pesar 48 kgr y a seguir viéndome gorda ante el espejo. Entiendo que necesito ayuda de los médicos y los psicólogos para sacar a este “bicho” que me come por dentro, que se adueña de mi razón hasta volverme loca y que no me deja ser libre, apoderándose de los kilos necesarios para hacerme sufrir con saña y a los demás, sobre todo a mi madre, la persona que siempre ha estado a mi lado pese a todo el daño que le he hecho. Yo quisiera que ella lo entendiera, que a veces no soy yo, sino el maldito “monstruo” el que decide por mí. Por eso vuelvo a pedir ayuda a los especialistas, porque necesito estar en paz conmigo misma y con los demás.
Porque aún quiero vivir... Aún quiero volver a ser feliz...